21 abril 2010

Triángulo amoroso en un vagón de metro

Me sorprende a mí mismo esta capacidad de dar salida vía teclado a toda mi verborrea cerebral. Aprovechemos los momentos, antes de que las vacas flacas inunden nuestros sueños. En todos los sentidos y en alguno más.

11 de junio de 2008, metro de Madrid, más de mil cámaras de vigilancia velan por su seguridad (y en muchas ocasiones atentan contra su intimidad...ojos curiosos en manos calientes). Desde luego, el escenario menos adecuado para un triángulo amoroso.

Como siempre, refugiado en dos botones en los que pone Sennheiser que me conectan a más de dos mil trocitos de ilusión, motivación, refugio interior y demás. Me apoyo en una esquina y dejo que el traqueteo me lleve hacia el aeropuerto, destino: Almería y dos exámenes. He aprovechado el viaje en AVE para repasar lo inrrepasable, y aún no soy consciente de que durante ese viaje voy a descubrir la mejor cama del mundo.


Sigo pensando en mis cosas cuando entra ella y se sienta a pocos metros a mi izquierda. No hay mucha gente en el vagón, pero su belleza habría destacado incluso en las páginas de un libro de Wally. Pelo largo y rubio tirando a castaño, pecas, ojos azules, un precioso vestido corto... Parece preocupada, está bastante seria...o quizá es sólo la cara de metro que se te queda después de demasiados "Próxima estación"... No puedo dejar de mirarla, de repente todo el vagón se ilumina porque sonríe...no sé qué ha recordado, qué está pensando o si ha sentido tan sólo la mitad de lo que yo estoy pensando sobre ella...pero sonríe y...¡me mira!. Me pilla observando, "otro salido más" debe haber pensado. Pero la verdad es que no, llevo un par de minutos atascado con los ojos y el corazón mirando hacia ella y todos mis pensamientos han sido puros. Me he enamorado de una cara, y a lo mejor es mejor así, porque los metros están llenos de lobos con piel de cordero, de los que no te protegen más de mil cámaras de vigilancia.

De repente miro detrás de mí y alguien baja la cabeza. Un chico de unos cuatro o cinco años menos que yo estaba mirando también al punto de luz del vagón. En seguida ato cabos: la sonrisa de mi amor platónico subterráneo no era para mí. Mierda puta y otras maldiciones. Y de repente, sin la iluminación y el calor de su sonrisa, ya en las sombras, vuelvo a mi oscura naturaleza habitual y decido interponerme entre ellos, cual Teobaldo Capuleto. Me quedan aún cuatro o cinco paradas y decido no dejar de mirar a mi rival, que sienta mi mirada y no pueda levantar la cabeza. No sé si, cuando yo me baje, los dos aún seguirán dentro y podrán declarar su amor, pero tengo claro que eso no va a pasar mientras yo esté dentro.

Al final son seis paradas, y me resultan muy duras. Y no sólo porque tengo que mirar constantemente hacia mi derecha para evitar que Romeo levante la cabeza y siga enamorándola (cosa que consigo, porque en cuanto él levanta la cabeza y me ve mirándole fijamente la baja avergonzado). Lo más jodido es que me pierdo su sonrisa durante más de la mitad del viaje. Mis ansias de evitar que él tenga algo que yo nunca podré tener me empujan a darle la espalda a lo único que era bueno en el metro de Madrid en esa mañana de miércoles.

De repente pasa algo. Un chispazo. Un cortocircuito que le da la vuelta a todo. Cuando nos acercamos a mi parada...Romeo, mi rival, el hombre a quien he intentado alejar de su destino durante algunos minutos...se arma de valor y levanta la cabeza...pero no la mira a ella. Me mira directamente y me sonríe. Aún hoy no sé qué significó esa sonrisa, aunque puedo imaginármelo. Pero en cualquier caso me desarmó completamente, no contaba con ella, no estaba en el guión. Puto metro de Madrid...¡no eres nadie para reescribir a Shakespeare, joder!

El caso es que ahora el avergonzado cabizbajo soy yo. Afortunadamente ha llegado mi parada. Mientras me dirijo hacia la puerta rompo todas mis promesas y decido regalarme un último vistazo, una mirada fugaz. Es más, decido salir por la puerta más alejada del vagón sólo por pasar junto a ella... Mientras camino a menos de un metro de ella, avergonzado y desorientado, tirando de la maleta, ni siquiera me atrevo a mirarla. Pero cuando llega la parada, las puertas se abren y, antes de bajar, giro el cuello y la contemplo por última vez.

Ella me estaba mirando, sus ojos apuntaban directamente a mi corazón. Sonríe, el vagón vuelve a inundarse de luz y, deteniendo el tiempo, al vagón, a las cámaras de seguridad e incluso al mismísimo Shalespeare allá donde esté, me dice "hasta luego".

Una de las cosas más bonitas que me ha dicho un ángel.

Cuando piso el anden me giro y miro por la ventana. No ha podido ser. No puede ser que, por mis ganas de crear el mal a los demás, me haya perdido esta historia de amor, aunque sólo haya sido durante tres minutos. Ella sigue mirándome. Sigue sonriendo. Yo no puedo mover ni un músculo. Permanecemos así los diez o veinte segundos, o siglos, que el vagón sigue en esa parada. Pero...ruido de campanas, puertas que se cierran, luz saliendo por las ventanas del metro alejándose por el subsuelo de Madrid...y corazón que vuelve a latir.

Al final estuve tres días en Almería, aprobé uno de los dos exámenes y, como he dicho, descubrí la mejor cama del mundo. Pero lo mejor de todo fue la historia de amor que viví. Seguro que si todo hubiese pasado de otra manera no se me habría clavado tan hondo en el corazón.

Luego el cabrón de James Blunt debió enterarse de todo esto y compuso una canción sobre la historia. No dice mi nombre, pero los dos sabemos que habla de mí.

2 comentarios:

Ana Matallana dijo...

Olé =)

Adoro los segundos en los que se para el tiempo y sabes que estás viviendo algo irrepetible por especial. No son muchos, pero son los mejores!

PD: menos mal que no sabías escribir...

Morix dijo...

Suena a frase hecha, pero es cierto eso de que la vida no se mide por las veces que respiras, sino por los momentos que te dejan sin respiración.

Y no se confíe usted, sigo sin saber escribir, sólo encadeno momentos de suerte delante del teclado :)