Corría el año 1995, o quizá era
1996. Ya sabéis, cuando no había calles sin tiendas, los bares no se habían
convertido en restaurantes chinos y los restaurantes chinos todavía no eran
woks.
Yo caminaba junto a mi madre
emocionado porque iba a conocer la redacción de uno de los periódicos más
importantes de Aragón. El lugar donde había soñado trabajar desde que tenía dos
años. Cuando llegamos, mi madre me presentó a un amigo, por aquel entonces
encargado de la sección de local. Tras oír mi nombre, aquel periodista me miró
fijamente y sólo hizo una pregunta: “¿Así que tú eres el que se quiere dedicar
a esta mierda de profesión?”.
Le contesté orgulloso que sí, y
achaqué su pregunta a un mal día en la redacción, un artículo recortado o la
falta de café. No le di más importancia.